Todas y ninguna: la vida después del personaje
- Anabella Bergero
- 17 abr
- 8 Min. de lectura
Una reflexión sobre identidad, creatividad y el camino de regreso a una misma.
Durante mucho tiempo viví como un personaje. La vida se sentía como una actuación—una que había diseñado y curado con precisión. Era hermosa, en su forma: un acto imaginativo y detallado que se desplegaba en los escenarios de la moda y el arte. Creaba universos ricos, llenos de símbolos y texturas, mundos enteros manifestados a través de telas, colores, posturas. Pero en algún punto, dejó de sentirse como exploración y empezó a parecer una simulación.

Al principio, mis expresiones creativas eran una forma de entenderme, de hacer tangible y personal la cultura. El arte me dio lenguaje cuando las palabras no alcanzaban. A través de cada prenda, colección o instalación, intentaba responder preguntas intangibles—sobre pertenencia, identidad, transformación. Y funcionó, por un tiempo. Pero eventualmente, todas las preguntas encontraron respuesta. Y me encontré indagando algo más profundo: ¿Quién soy cuando no estoy creando? ¿Cuando no estoy actuando?

Ya no quería jugar más. Ni al rol de comentarista cultural. Ni al de artista camaleónica. No quería construir otra realidad alterna para experimentar mi identidad desde un ángulo distinto. Quería aterrizar. Sentir los pies en la tierra. Reconocerme en el espejo sin necesitar un tema, una referencia o un concepto.
Pero más allá de la moda, más allá del arte, más allá de la performance—¿quién era yo?
Creo que muchos profesionales se pierden en su oficio. El ejecutivo con traje y corbata. El cirujano que vive en bata y quirófano. Sabemos que eso puede pasar en entornos estructurados. Pero en industrias creativas—donde supuestamente reinan la libertad y la fluidez—nunca pensé que este nivel de pérdida pudiera ocurrir. Después de todo, en el arte no hay uniforme… ¿no?
O tal vez sí.

Cuando me mudé a Londres para estudiar en Central Saint Martins, acababa de dejar atrás Argentina y mi marca, Maison Nomade—un proyecto profundamente personal donde no solo diseñaba colecciones, me convertía en ellas. Me vestía para encarnar la esencia de cada colección; mi imagen personal era una extensión de mi obra. Yo era una con el concepto.
En Londres me encontré en lo que sentí como el epicentro de la experimentación. Una universidad donde los límites entre moda, género, arte y forma se disolvían en expresiones salvajes. Era una especie de paraíso creativo, y aprendí rápido que la moda no era solo sobre ropa—era sobre fabricar identidad.

Al entrar al edificio, veías la más amplia variedad de personajes imaginables. Un estudiante de fotografía, Balint Alovits, incluso hizo su proyecto final documentando este fenómeno exacto: estudiantes convirtiéndose en sus referencias, sus influencias, sus mundos internos. Y yo me camuflaba perfectamente. Me decía a mí misma que era una “creativa contextual”. Mi obra respondía al entorno—y para crear, tenía que encarnar la referencia.

Mi arte en Londres reflejaba Londres. Emergió una relación simbiótica entre cuerpo y entorno. No solo diseñaba; me convertía. Nunca me había considerado una artista del performance—aunque ayudó que tomé clases de actuación allí también—pero de repente, la performance se volvió una segunda piel. En una universidad donde los estudiantes podían correr desnudos por los pasillos como manifestaciones artísticas, nada estaba fuera de los límites. Todo era válido en nombre de la exploración creativa.
Luego vino Nueva York. Esa segunda piel se volvió armadura.

Nueva York no permite vulnerabilidad—al menos no al principio. Para alguien tan sensible como yo, la energía de la ciudad era demasiado filosa, demasiado constante. Mi sistema nervioso absorbía cada señal, cada ruido. Así que hice lo que tenía que hacer: sostuve el escudo con fuerza. Usé mi performance como protección, no como expresión.
Y sin embargo, en medio de todo, seguía viendo a personas en traje. Hombres de tech o finanzas—codificados para su entorno, yendo a sus oficinas. Yo pensaba: ellos se visten para el rol. Yo, en cambio, la “creativa libre”, no tenía uno. Pero me equivocaba. Cada contexto tiene sus códigos. Y yo venía siguiendo los míos desde siempre.
Cada proyecto o trabajo creativo se volvió un cambio de vestuario. Cada identidad que encarnaba estaba moldeada por la búsqueda creativa que habitaba en ese momento.
Y aunque la performance creativa puede sentirse liberadora, sigue siendo un tipo de traje—uno que invita a la reflexión, la expresión, la experimentación. Hace falta coraje para ponérselo en primer lugar. Como escribió Rollo May: "La creatividad es el proceso de traer algo nuevo a la existencia. Requiere pasión y compromiso. Nos revela lo que antes estaba oculto y apunta hacia una nueva vida. La experiencia es de una conciencia intensificada: éxtasis". Para él, la creatividad no es solo expresión—es el acto supremo de autorrealización, una forma de volverse visible, vulnerable y responsable ante la verdad de la propia existencia.
Image Assortment, 2018 - 2020
La creatividad a menudo comienza en el caos, en lo desconocido. Aparecer ahí, y crear de todos modos, requiere un corazón valiente.
Por un tiempo, es emocionante jugar, transformarse, explorar. Pero vivir demasiado dentro de esa performance también puede volverse agotador. Un traje, por más expresivo que sea, igual pesa si lo usás todos los días. A medida que mi pasaporte se llenaba de sellos, pensaba que si cada transformación se hubiera documentado también, mis configuraciones identitarias habrían requerido un pasaporte propio.

Eventualmente, me mudé a Miami. Esta vez, la tierra se sentía distinta. No extraña, sino familiar.
Y no estaba preparada para lo que vino después.
No voy a negar que cada performance me dio algo. Cada personaje me ayudó a destrabar una parte de mí que necesitaba ser entendida. Caminar en los zapatos de una nueva versión de mí siempre traía una nueva perspectiva. Pero nada me preparó para como Miami me iba a transformar—o mejor dicho, para lo que me iba a ayudar a soltar.

Llegué con un mullet de Williamsburg teñido de rubio platinado. En Miami, la humedad pantanosa oxidó mi armadura, desarmándome lentamente. El océano, la suavidad de la luz, la cercanía con mis raíces latinas no solo me calmaron—me desnudaron.

Mi cuerpo empezó a soltar todo lo que había acumulado en los últimos siete años. Y ese proceso—de dejar ir versiones de mí misma que había trabajado tanto para construir—fue más vulnerable que cualquier performance que haya hecho.
Jugar con la identidad no es para los que temen al vértigo. Dejas que tu cuerpo cambie por completo. Antes pensaba que solo los actores vivían ese tipo de transformación. Pero yo lo había hecho una y otra vez. Preparándome para colecciones, para exposiciones, para instalaciones. Borrando la línea entre el yo y la obra.
Después empecé a rodearme de actores—gente que había estado tanto tiempo en la industria que ya cargaban con el peso de cada personaje que habían interpretado. Y me vi reflejada en ellos. Entendí lo que era desdibujar los límites entre el yo y el rol.

Entonces me pregunté: ¿quién soy cuando dejo de transformarme?
Cada look era un capítulo: la Ani rapada, el pelo rosa, la era vampira, el mohawk, el mullet. Cada uno era un portal hacia una visión distinta del mundo. Un conjunto distinto de sensaciones. Una vibración distinta.
Y entonces, hace no mucho, tuve un sueño.
Fue tan vívido, tan visceral, que sentí que navegaba un viaje lúcido dentro del sueño. Me vi a mí misma en un lugar frío y oscuro. Al principio no podía ver bien—pero después de un rato, me di cuenta de que estaba dentro de una caja.
El espacio era una paradoja: demasiado hueco y demasiado apretado al mismo tiempo. Apenas podía moverme. Pero entonces algo cambió. Una rendija de luz se filtró, y una mano se extendió hacia adentro. Las proporciones no tenían sentido—cosas de la lógica onírica—pero había alguien afuera tratando de alcanzarme.
A medida que mis ojos se ajustaban al brillo, la vi: era yo, pero no del todo. Una versión de mí con el pelo rosa brillante, sonriendo con alegría, ofreciéndome su mano.
Y entonces entendí. Estaba usando la identidad como vehículo para sacarme de la caja.
Grité en el sueño, entre risa y llanto: “¡Ani rapada, manifiéstate!”. Quería ver a todas las versiones de mí que me habían traído hasta aquí.
Y las vi—una tras otra. Una pasarela de yoes. Cabeza rapada. Pelo rosa. Andrógina. Hiperfemenina. Cada una parada como una centinela. Cada una era una pieza del engranaje, enseñándome algo, sosteniéndome, guiándome hacia la salida. Ya no estaba sola en ese espacio oscuro.
¿Y quién era yo al final del día? Todas. Y ninguna.
Image Assortment, 2008 - 2020
Ahora, habiéndolas recorrido a todas—de verdad, a todas—me encuentro preguntándome qué significa volver. ¿Volver a qué, exactamente? ¿Dónde está el hogar después de tantos desvíos?
¿Cómo volvemos a nosotros mismas después de habernos habitado en tantas pieles distintas?
No hay un mapa claro, lo sé. No está en la cultura. Tampoco en el "normcore"—que también probé, a los 24, viviendo en Copenhague, capital del minimalismo escandinavo. Era un look. Pero no era un hogar.

Miami me dio un atisbo de lo que se siente estar en casa. Mientras mi pelo volvía a su color natural y me miraba al espejo, vi algo que hacía mucho no veía: a mí. No a un personaje. No a una creación. A mí.
Me sentí expuesta. Desnuda. Tierna.
Y me pregunté: si suelto todas las máscaras, ¿perderé mi filo creativo? ¿Perderé mi lugar en el mundo creativo? ¿Me volveré demasiado simple para importar?
Tal vez sí. Tal vez no.
Pero esto es lo que sé: cuando soltamos lo que antes nos protegía, sentimos miedo. Es inevitable. Especialmente en una cultura que nos exige ser todo, menos nosotras mismas.
La cultura cambia rápido. Se transforma, se disuelve, se reinventa. Si nos modelamos como espejos de ella, perdemos el centro.
Zygmunt Bauman llamó a esto "modernidad líquida"—una época donde las estructuras tradicionales como la familia, la religión, los roles de género o la clase han perdido estabilidad, y se espera que los individuos se reinventen constantemente. Lo que parece libertad es, en realidad, un signo de profunda inseguridad. En palabras de Bauman: "En una vida moderna líquida, no hay vínculos permanentes, y los que formamos deben poder romperse en cualquier momento". La identidad se vuelve un producto: se consume, se descarta, se reemplaza.

La moda, sobre todo, es un terreno movedizo. Tratar de seguirle el ritmo es una especie de muerte lenta—y un bucle interminable de sobreconsumo.
Eso no quiere decir que tengamos que vestirnos igual toda la vida. O que adoptemos una rutina minimalista al estilo Zuckerberg. Pero tal vez haya algo más profundo a lo que aferrarnos que una tendencia.
Y para mí, eso es el estilo.

El estilo es lo que queda cuando termina la performance.
El estilo es lo que viste el alma.
El camino de regreso a uno mismo no está en una tendencia, ni en un lookbook, ni en una identidad curada. Está en el espacio entre ciclos. En la disciplina y la rutina de cuidar el cuerpo con comida nutritiva y movimiento. En los abrazos que damos a quienes amamos, y en la ropa suave que nos viste de fe y amor. En el silencio después del aplauso. En la quietud que no pregunta quién queremos ser, sino quién ya somos.
Hoy escribo esto desde mi balcón en Miami. El cielo está teñido por el atardecer. El aire es húmedo y familiar. Miro hacia atrás todas las vidas que viví con asombro. Y me siento agradecida—por los disfraces, los escenarios, los espejos. Pero ya no me estoy vistiendo para un rol.
Mi estilo ya no me disfraza, me revela.

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